Desde que llegó al poder en 2002, Luiz Inácio "Lula" da Silva, ha convertido a la República Federativa del Brasil en uno de los países más influyentes del mundo. En sus manos recayó la responsabilidad de dirigir a un país que ocupa la mitad del territorio sudamericano y cuenta con una población que ya supera los 190 millones de habitantes. El éxito del Brasil de Lula se ve reflejado en el plano diplomático y geopolítico, en donde el presidente se mueve como pez en el agua. La autonomía y el multilateralismo han sido sus bazas a nivel internacional para acercarse y coquetear con la “primera división” del mundo actual. No en vano, Brasil, uno de los promotores del G-20, reclama un sitio en el Consejo de Seguridad de la ONU, abandonando de una vez el grupo de países considerados “emergentes”. El protagonismo del país carioca se ha hecho notar en el Mercosur (Acuerdo de libre mercado que integran Argentina, Uruguay, Paraguay y Venezuela) donde tienen un peso predominante sus movimientos, y en la negativa al proyecto del ALCA, acuerdo impulsado por Estados Unidos y cargado de dobles intenciones.
Lula da Silva con sus socios del BRIC (Rusia, India y China), las cuatro potencias emergentes.
Pero el Brasil de Lula ya no es el país de “Paz y Amor”, el slogan del PT que empapeló las calles brasileñas en la campaña presidencial de 2002. El modelo imperialista del que tanto reniega Lula es en parte el que aplica en su zona de influencia americana con su política permisiva con las multinacionales brasileñas como la petrolera Petrobras y la constructora Odebretch que practican una política agresiva en los países vecinos. Esta política denominada por algunos analistas como “imperialismo periférico” es apoyada por la burguesía financiera que ve con buenos ojos los acuerdos estratégicos con Estados Unidos. Sin embargo el Brasil de Lula ha defendido siempre los gobiernos de izquierdas latinoamericanos como el de Chávez en Venezuela y las relaciones diplomáticas y económicas entre países del hemisferio Sur con un marcado rechazo a las injerencias de las potencias del Norte. El ejemplo más notable es el acuerdo comercial con China que le ha valido a Brasil un aumento del comercio en un 750 % en sus 8 años de gobierno.
A unas semanas de conocerse el sucesor en la presidencia del país, que espera un continuismo de la mano de Dilma Rousseff, las críticas llueven sobre Lula, sobre todo aquellas relacionadas con el cambio de rumbo que tomó la política de reformas sociales del PT hacia la defensa de los intereses capitalistas proporcionándoles estabilidad macroeconómica. Una de las consecuencias de este viraje hacia la derecha fue su alianza con la derecha liberal y latifundista que frenó sus pretensiones de reforma agraria. Las esperanzas de cambio depositada por América Latina en general y los movimientos sociales en concreto, como el Movimiento Sin Tierra que reclaman el cumplimiento de la prometida reforma agraria, se han ido diluyendo con el correr del tiempo, y el mayor interés gubernamental por el agrobusiness. Esto último se trata, entre otras cosas, de un gran proyecto en que se embarcó Brasil hace unos años con el fin de producir agrocombustibles, no con pocos problemas. Varias organizaciones ecologistas han advertido que el cultivo intensivo de Organismos Genéticamente Modificados (OGM) tiene consecuencias devastadoras para el medioambiente (deforestación, uso de pesticidas) y la sociedad (destruye la tierra agrícola y el sustento de los agricultores).
Después de ocho años en la presidencia de Brasil, Lula ha sabido marcar un antes y un después en la política brasileña y mundial demostrando que a pesar de las críticas, en muchos casos razonadas y razonables, es posible hacer visible un país que aspira a ser considerada una economía “emergida”.
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